My Childhood Had a Name
Kiran Dunning Winner of the Jodi Stutz Award
When I tell people I was raised in a cult,
I never say the name.
When I hear it proclaimed in public,
or in casual conversation,
I feel my stomach sink,
skin crawl,
crisp air suddenly stuffy.
Suddenly it’s not my dirty little secret,
something only talked about in therapy.
It’s something people can perceive (they know, they know).
It becomes real,
tangible,
touchable.
It touches my body and psyche and holds me still.
My classmates as a child,
were “children of the world,”
and the world was run by Satan,
tricky, tempting Satan,
so I ate lunch alone, never went to the sleepovers.
Birthdays and holidays out the door,
because those were pagan, and I was pure.
My half-sisters were strangers, mom said they couldn’t come close,
because they weren’t close enough to God.
And when I hear someone say the name,
suddenly I’m ten years old, in a modest spring dress, going door
to door.
My classmate opens it,
and I’m shocked into silence,
because this was my secret and now he knows,
and he wonders why I’m at his house,
and I can’t shy away, I’m being watched,
middle aged and modestly dressed eyes,
so I give him a pamphlet and walk away.
And when I hear someone say the name,
suddenly I am twelve years old, sitting with my school friends,
and they crack a laugh about sex,
and I don’t really know what that is,
a foreign entity locked and barred,
behind the sheltered heavenly kingdom.
I realize I don’t relate to my peers,
and I don’t understand what they say,
because I have to hang out with the religious kids,
who don’t like me either.
And when I hear someone say the name,
suddenly I am sixteen, arguing with my mom in the car,
and she asks me what God would think, and I tell her there is no God,
and she says nothing.
We sit there and she cries,
because she’s lost me to Satan and I won’t make it to paradise,
the Eden after the end of days.
To her, this is a death sentence.
It’s just a name, a word, a meaningless phrase,
and yet it evokes so much emotion,
so many memories, locked away,
can’t find the key.
Sometimes I wish I was raised normal,
trick or treating, birthdays,
drunk at sixteen.
But then, I guess, I wouldn’t be me.
I never say the name.
When I hear it proclaimed in public,
or in casual conversation,
I feel my stomach sink,
skin crawl,
crisp air suddenly stuffy.
Suddenly it’s not my dirty little secret,
something only talked about in therapy.
It’s something people can perceive (they know, they know).
It becomes real,
tangible,
touchable.
It touches my body and psyche and holds me still.
My classmates as a child,
were “children of the world,”
and the world was run by Satan,
tricky, tempting Satan,
so I ate lunch alone, never went to the sleepovers.
Birthdays and holidays out the door,
because those were pagan, and I was pure.
My half-sisters were strangers, mom said they couldn’t come close,
because they weren’t close enough to God.
And when I hear someone say the name,
suddenly I’m ten years old, in a modest spring dress, going door
to door.
My classmate opens it,
and I’m shocked into silence,
because this was my secret and now he knows,
and he wonders why I’m at his house,
and I can’t shy away, I’m being watched,
middle aged and modestly dressed eyes,
so I give him a pamphlet and walk away.
And when I hear someone say the name,
suddenly I am twelve years old, sitting with my school friends,
and they crack a laugh about sex,
and I don’t really know what that is,
a foreign entity locked and barred,
behind the sheltered heavenly kingdom.
I realize I don’t relate to my peers,
and I don’t understand what they say,
because I have to hang out with the religious kids,
who don’t like me either.
And when I hear someone say the name,
suddenly I am sixteen, arguing with my mom in the car,
and she asks me what God would think, and I tell her there is no God,
and she says nothing.
We sit there and she cries,
because she’s lost me to Satan and I won’t make it to paradise,
the Eden after the end of days.
To her, this is a death sentence.
It’s just a name, a word, a meaningless phrase,
and yet it evokes so much emotion,
so many memories, locked away,
can’t find the key.
Sometimes I wish I was raised normal,
trick or treating, birthdays,
drunk at sixteen.
But then, I guess, I wouldn’t be me.
Mi niñez tenían un nombre
traducido por Arianna Elena Cisneros
Cuando le digo a la gente que me crié en un culto,
nunca digo el nombre.
Cuando lo escucho en público,
o en conversación casual,
siento mi estómago hundirse,
siento escalofríos en la piel,
el aire fresco sofocante.
De repente ya no es mi pequeño secreto sucio,
solamente hablado en terapia.
Es algo que la gente percibe (lo saben, lo saben).
Se hace real,
tangible,
tocable.
Toca mi cuerpo y psique y me abraza estancada.
Cuando era niña, mis compañeros de clase
eran “los hijos del mundo,”
y el mundo era dirigido por Satanás,
engañoso, tentador Satanás,
comía almuerzo sola, nunca fui a piyamadas.
Cumpleaños y días festivos no existían,
porque eran paganos, y yo pura.
Mis hermanastras eran desconocidas, y mi mamá decía que no podìan acercarse,
porque no estaban suficientemente cercas a Dios.
Cuando escucho que alguien dice el nombre,
de repente tengo diez años, con un vestido de primavera, yendo puerta a puerta.
Mi compañero la abre,
y me sorprendo en silencio,
porque esto era mi secreto y ahora él lo sabe,
y tiene curiosidad por qué estoy en su casa,
y no puedo huir, estoy observada,
ojos envejecidos y modestos,
entonces le doy un folleto y me retiro.
Y cuando oigo que alguien dice el nombre,
de repente tengo doce años, sentada con mis compañeros de escuela,
y se carcajean sobre sexo,
y no sé realmente lo que es eso,
una entidad extranjera bloqueada y prohibida,
detrás del reino celestial protegido.
Comprendo que no relaciono con mis compañeros,
y no entiendo lo que dicen,
porque tengo que juntarme con los chicos religiosos,
a quien no les caigo bien.
Y cuando escucho que alguien dice el nombre,
de repente tengo dieciséis años, estoy discutiendo con my máma en el carro,
y me pregunta qué pensaría Dios, y le digo no hay Dios,
y ella no dice nada.
Lllena de llanto,
porque me perdió a Satanás y no lo llegaré al paraíso,
el edén después del final de los días.
Para ella, es una sentencia de muerte.
Solamente es un nombre, una palabra, una frase sin sentido,
y aún así evoca tanta emoción,
muchas memorias, encerradas,
no se encuentra la llave.
A veces quisiera haber crecido normal,
pedir dulces, cumpleaños,
borracheras a los dieciséis.
Pero entonces, no sería yo.
nunca digo el nombre.
Cuando lo escucho en público,
o en conversación casual,
siento mi estómago hundirse,
siento escalofríos en la piel,
el aire fresco sofocante.
De repente ya no es mi pequeño secreto sucio,
solamente hablado en terapia.
Es algo que la gente percibe (lo saben, lo saben).
Se hace real,
tangible,
tocable.
Toca mi cuerpo y psique y me abraza estancada.
Cuando era niña, mis compañeros de clase
eran “los hijos del mundo,”
y el mundo era dirigido por Satanás,
engañoso, tentador Satanás,
comía almuerzo sola, nunca fui a piyamadas.
Cumpleaños y días festivos no existían,
porque eran paganos, y yo pura.
Mis hermanastras eran desconocidas, y mi mamá decía que no podìan acercarse,
porque no estaban suficientemente cercas a Dios.
Cuando escucho que alguien dice el nombre,
de repente tengo diez años, con un vestido de primavera, yendo puerta a puerta.
Mi compañero la abre,
y me sorprendo en silencio,
porque esto era mi secreto y ahora él lo sabe,
y tiene curiosidad por qué estoy en su casa,
y no puedo huir, estoy observada,
ojos envejecidos y modestos,
entonces le doy un folleto y me retiro.
Y cuando oigo que alguien dice el nombre,
de repente tengo doce años, sentada con mis compañeros de escuela,
y se carcajean sobre sexo,
y no sé realmente lo que es eso,
una entidad extranjera bloqueada y prohibida,
detrás del reino celestial protegido.
Comprendo que no relaciono con mis compañeros,
y no entiendo lo que dicen,
porque tengo que juntarme con los chicos religiosos,
a quien no les caigo bien.
Y cuando escucho que alguien dice el nombre,
de repente tengo dieciséis años, estoy discutiendo con my máma en el carro,
y me pregunta qué pensaría Dios, y le digo no hay Dios,
y ella no dice nada.
Lllena de llanto,
porque me perdió a Satanás y no lo llegaré al paraíso,
el edén después del final de los días.
Para ella, es una sentencia de muerte.
Solamente es un nombre, una palabra, una frase sin sentido,
y aún así evoca tanta emoción,
muchas memorias, encerradas,
no se encuentra la llave.
A veces quisiera haber crecido normal,
pedir dulces, cumpleaños,
borracheras a los dieciséis.
Pero entonces, no sería yo.